Por Alicia Sornosa
Todo empezó en 2011, cuando decidí convertirme en la primera mujer de habla hispana en dar la vuelta al Mundo en motocicleta. Había comprado hacía unos meses una BMW F 650 GS y junto a ella, decidí emular a otros viajeros que habían confiado en esta marca.
Reuní algo de dinero gracias a la ayuda de algunos amigos y comencé a viajar. Desde España a África (Egipto, Sudán, Etiopía y Kenia), de allí a la India, Australia, Estados Unidos, Canadá, Alaska, México, Centro América (Guatemala, Honduras, Nicaragua, El Salvador, Costa Rica y Panamá), Santo Domingo, Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Bolivia, Argentina y Uruguay. Tras un año y medio sin ninguna avería, decidí probar la nueva F 700 GS que BMW Motorrad España me cedía para la siguiente ruta: explorar Bolivia y finalizar el tramo de la Ruta 40 norte en Argenitna que me faltaba. Una F 700 GS que ya había probado un año antes en mi visita a Puerto Rico.
En 2014 se cumplen 400 años desde que la Embajada Keicho viajó desde Japón a España, por lo que pensé que era un buen momento intentar hacer lo mismo pero al revés, llegar desde España a Japón. El 3 de agosto de este año salí junto con los amigos de Héroes del Gobi (Viatges Nomada) rumbo a Rusia, desde allí bajé hacia el sur para atravesar Kazajistán y volver al Altai Ruso para entrar en Mongolia.
En la capital de este país, bauticé a esta GS como Ulán (rojo en mongol), demostraría así que pese a ser la pequeña de la familia de Trail GS y estar pilotada por una mujer, podría superar el duro viaje atravesando el desierto del Gobi, una vasta extensión con más de 1.700 km de pista. Una semana de polvo, arena y piedras, mucho calor y la soledad que da un gran desierto poco habitado y con una población nómada.
Allí me sumergí en sus costumbres, dormí en sus guers (cabañas circulares con una estufa en el medio) y probé su escasa alimentación basada en la carne de cordero y la pasta. Tras varias jornadas maratonianas sobre la tierra y tras haber tenido que utilizar un remolque para atravesar el último y crecido río, llegué a Ulán Bator, donde realicé mis compromisos sociales, en esta ocasión había recaudado dinero para escolarizar y construir una pequeña casa para unos niños de una barriada deprimida a unos 40 kilómetros de la capital, el pueblo de Nalahj. Conté con la ayuda de varios españoles, viajeros también y como no, la de Álvaro, cooperante de www.laotramirada.org, ONG que se encarga de esta familia.
Mis viajes siempre van unidos a acciones solidarias, sea de ayuda económica que reúno a través de redes sociales por el camino, sea con mi propio trabajo como en otras ocasiones. Y tras realizar este satisfactorio y entrañable trabajo y quedarme con las ganas de ayudar aún más a estos niños con mis propias manos, me dirigí hacia Ulán Udé en Rusia para viajar por la accidentada Transiveriana y poder poner rumbo a Japón. Una nueva civilización que estaba deseando conocer.
El viaje por esta lineal carretera entre pinos y bosques no fue sencillo, muchas partes de la carretera están en construcción o han sido destruidas por los hielos invernales. Los kilómetros que separan Ulán Udé (junto al lago Vaikal) hasta Chitá, son prácticamente de tierra y piedra y nos llevó más de cuatro días (en esta ocasión un valenciano, Daniel, se unió a el equipo con una antigua Africa Twin comprada en Mongolia. Desde esta última ciudad hasta Khavarosk, el viaje fue un poco más asequible, si bien la larga distancia entre gasolineras y la poca población lo hicieron muy emocionante. En alguna ocasión se nos hizo de noche y tuvimos que buscar algún apeadero de tren o un pequeño pueblo escondido entre los bosques para dormir, pero como siempre la gente te ayuda y protege.
De Khavarosk a Vanino, el extremo más al este del continente asiático, desde donde viajé en un ferry a la isla de Sakhalin, la última frontera rusa antes de Japón.
Cambiar de un país a otro ha sido delicioso, en este caso porque Japón me lo parece. La primera impresión se vive al subir a un limpio ferry que me llevaría a la isla norte, Hokkaido. La limpieza de la moto en la bodega fue el preludio de todo lo que encontré después. Y por fin, después de tres años de viaje, otra cultura conseguía que mis ojos se agrandaran y que mis sentidos estuvieran a flor de piel.
Espacios diáfanos y la ausencia de butacas, en este ferry se vive desde el suelo. Descalzarse, un placer para el tacto caminar sobre el tatami, la luz difuminada y los alimentos en divertidos y prácticos envases. Japón no tiene la seriedad de los Europeos, donde todo es gris. Aquí utilizan el color, las formas cambian y el círculo es su máxima expresión.
Un tranquilo viaje en ferry, donde por vez primera viví la amabilidad de los nipones. Y salir por fin a tierra japonesa en la costa, en Wakkanai, un nombre que me evocaba más a una larga playa donde practicar surf que otra cosa. La F 700 GS también estaba contenta de pisar un buen asfalto, después de tanto camino roto y off road. La suavidad de la conducción volvía a mi mando. Poco a poco, curva a curva, perfectamente señalizadas, me adentraba en esta isla de ensueño, la preferida para las vacaciones de muchos japoneses por no estar llena de gente y disponer de una naturaleza increíble. Montañas verdes de selva junto a volcanes inactivos, grandes praderas de colores ocres y amarillos donde se cultiva el preciado arroz… Para mi, Hokkaido es otro paraíso. Orden y limpieza y una gastronomía a la que no puede resistirme.
La primera noche la pasé a la orilla del lago Shumarinai en un estiloso establecimiento cien por cien japonés. Fuera zapatos y bienvenida la comodidad, el baño estaba preparado.
Esta es una de las cosas que más me han gustado y sorprendido de esta cultura milenaria, el uso del agua termal para el baño. Entrar en uno de estos establecimientos es una delicia para la mente y muy sano para el cuerpo. Al principio impresiona pensar que todos estarán desnudos, pero la desnudez común hace el vestido. Los prejuicios de mi cultura se quedaron en el cajón de los zapatos y disfruté de la compañía de otras mujeres, de las largas duchas y los maravillosos momentos en los diferentes tipos de aguas. Una relajante experiencia que todos deberíamos vivir después de una larga jornada en moto. Hokkaido también me regaló litros y litros de lluvia y deliciosos platos de sahimi y nave. Desde la ciudad de Hakkodate cruzamos en ferry hasta Amoori, en la isla de Tokio.
A diferencia de Hokkaido, que me pareció el paraíso para las motos de carretera, con sus puertos de perfectas curvas, los bosques maravillosos y las verdes colinas, Tokio está mucho más poblada. Las ciudades cada vez son más grandes y poco a poco vas alejándote de la vida de los pescadores y el campo para convertirte en urbanita. Tokio es la isla de los mil semáforos si no utilizas las caras carreteras de peaje, aunque siempre quedan las ‘Skyline’ donde disfrutas de curvas y maravillosas vistas a sus lagos y bahías. Cada recta, cada curva es una postal, una fotografía que te gustaría plasmar en la retina para siempre.
La llegada a Kyoto es lenta por el tráfico y tranquila por la cantidad de veces que paro para fotografiar puertos, volcanes, lagos y montañas. Disfruto del paisaje e intento comunicarme con algunos pescadores, mujeres que trabajan en el campo recogiendo el arroz. Es complicado, no tenemos nada que nos una, el español y el japonés no tienen raíces en común, pero la educación de los japoneses y la expresividad mediterránea (la mía), consiguen que acabemos entendiendo. Los japoneses son educados hasta la extenuación, parecen inexpresivos y tímidos, pero solo es el principio. Es el arraigo a un respeto por el prójimo exquisito, a una comunión de comunidad de la cual deberíamos aprender los occidentales.
Todos se asombran cuando me quito el casco y descubren que el que está sobre una moto de extraña matrícula es una mujer. Preguntan por mi viaje y estiran un largo “Ohhh…”, en señal de máxima admiración. Las mujeres me preguntan más y acaban haciendo la señal de ok. Para mí, esto es lo mejor que podría pasarme en una tierra lejana como Japón.
Kyoto me sorprende mucho, pese a ser una ciudad grande y moderna, guarda los mejores tesoros de la cultura japonesa. Las mujeres y los hombres visten kimonos por la calle; los locales no han perdido su carisma y tradición y los adornos callejeros se mezclan con los miles de turistas. Como no, decidí vivir una ‘Maiko experiencia’, vistiéndome tal cual lo haría una aspirante a Geisha. El laborioso proceso de transformación en el que varias mujeres ayudan, me recordó a la minuciosa manera que tengo de ponerme el equipo de la moto cada mañana: calcetines, ropa térmica, pantalón, chaqueta, cuello y casco, seguido de los guantes, todo perfectamente ajustado y en su lugar.
El peso de este traje y la limitación que da a los movimientos, te obligan a ser dulce y delicada sobre los vertiginosos zapatos de suelas de madera.
Desde Kyoto y con tristeza de abandonar las bellas costumbres de esta ciudad, me dirijo por las rápidas autopistas de peaje hasta Tokyo, la meta de estos dos meses de viaje, la gran ciudad donde todo cabe y nada tradicional se olvida.
Pero por el camino, mi F 700 GS, que ya tiene más de 20.000 kilómetros, con tan solo un cambio de aceite, se resiente. El peso de la equipación para el viaje y las duras semanas de off road en Mongolia y Rusia pasan factura, el rodamiento trasero se ha roto, bailando peligrosamente hacia los lados. Toyota es la ciudad más cercana a la avería y desde allí y de nuevo contando con la amabilidad japonesa, contacto con la BMW Motorrad más cercana. Rápidamente envían una grúa y me llevan hasta su concesionario. Estoy salvada, pese a que es fiesta, me cambian el pequeño rodamiento en poco tiempo y de nuevo estoy lista para el viaje. Gracias a la amabilidad de Toyota Motorrad puedo continuar sin perder muchos días. Ellos se han puesto en mi situación y han comprendido la necesidad de ser rápidos en la sustitución de esa pieza y así ha sido. Domo Arigato.
Entrar en Tokio por la noche es una de la cosas más impresionantes que he vivido, comparable quizás a Nueva York, aunque mucho más grande y moderna (por no hablar del orden y la limpieza). La autopista es engullida por la ciudad, pasa entre edificios de más de 30 plantas, a la altura del piso 20. Gira en una esquina y atraviesa otra avenida más, llena de luces de neón con unas escrituras para mi ilegibles. Los carteles luminosos se suceden a la altura de mi casco, pese a estar suspendidos, como la autopista, a varios metros sobre el suelo. Me recuerda a todas las películas Manga que he visto, me siento como un personaje de ficción sobre su futurista motocicleta, atravesando como un haz de luz entre las millones de ventanas iluminadas, los colores de neón de la inmensa ciudad en la que todo pasa. Bueno, todo no, estoy en Japón y una puede andar tranquila por las calles incluso en la noche. A ras de suelo no hay papeleras, pero todo está limpio. Nadie utiliza la bocina para molestar, la mayoría de los coches son híbridos y los japoneses muestran su gusto por los vehículos con forma de cubo, sin duda muy prácticos para su apretada ciudad, en la que la distancia de un edificio a otro es de apenas medio metro. En moto por Tokio es delicioso, se llega en poco tiempo a todos lados y aparcar no es un problema. Además, dejo el casco sobre la moto y no lo toca nadie, una de las cosas que tienen de ventaja los japoneses sobre los occidentales: la seguridad.
La gente más joven de esta gran ciudad se reúne en varias calles que se llenan de transeúntes de todo tipo. Nadie se sorprende por nadie. Mujeres disfrazadas de sirvientas, con pestañas postizas, hombres con extraños peinados… y algunos pequeños talleres que esconden bellezas como algunas clásicas BMW por las que pagarían oro en España. Me da la sensación que los japoneses aman el motor y se divierten y mucho transformando sus motocicletas. Tienen verdadera pasión y “mucho arte”, como se dice en el sur de mi país, para customizar los míticos motores Boxer de BMW. Paro a hacerme fotos y más de una se acerca para acompañarme en el retrato. Japón, no deja de sorprenderme.
Es tiempo de regresar, los tifones se suceden uno detrás de otro. BMW Motorrad Japón, como siempre exquisitos con los viajeros en esta marca, me facilita una caja para el transporte de Ulán a su país de origen. La F 700 GS se queda empaquetada, preparada para regresar por aire a Madrid y seguir rodando, aunque seguro que otro país como este, otra ciudad futurista como Tokio, una cultura gastronómica como la nipona, nunca voy a encontrar. He probado los mil y un platos distintos de Japón, siempre presentados de manera elegante y especial, como ellos, como su cultura y forma de ser.
Muchas gracias a todos los amigos de BMW con los que me he cruzado en este viaje, por su trato excelente a un extranjero. Lo que nos une es más fuerte que lo que nos diferencia: la pasión por las dos ruedas.